DE LA PERSONA NON GRATA: UNA REFLEXIÓN SOBRE LA REPRESIÓN REVOLUCIONARIA
Por Pablobsky* 03 de diciembre del 2024
Por Pablobsky* 03 de diciembre del 2024
Cuando Jorge Edwards publicó Persona non grata allá por los años 70, se vivía en América Latina la efervescencia de la revolución cubana. Ahogada en sangre la vía guevarista-foquista para llegar al poder, los partidos socialistas del continente habían puesto sus esperanzas en el experimento socialista que Salvador Allende llevaba a cabo en Chile. ¿Podría llegarse al socialismo de manera democrática? ¿Los grandes poderes fácticos serían derrotados incruentamente por la fuerza de las urnas?
En ese contexto, Cuba llevaba varios años bajo el embargo estadounidense y los países latinoamericanos, como siempre más papistas que el Papa, habían roto relaciones en bloque con la isla. Allende, deseoso de reestablecer relaciones con el gobierno de Fidel Castro, envió al escritor Jorge Edwards para preparar la apertura de una embajada chilena en La Habana, que para ese entonces solo tenía relaciones con los países del Pacto de Varsovia. Pero bien se sabe que nada hay más inconforme e incordiante que un escritor, un escritor auténtico: Edwards, proveniente de una de las familias más aristocráticas de Chile, no sabía —como decimos aquí en Perú— “cerrar el hocico”. En numerosas ocasiones presentó observaciones a los jerarcas cubanos sobre el hambre y la improvisación que empezaban a reinar en la isla, una realidad que se ocultaba por todos los medios a los visitantes extranjeros de alto rango como él. Y, cosa poco común en un izquierdista de aquellos años, comenzó a reunirse con poetas disidentes como Heberto Padilla, quien ya estaba en la mira del régimen por sus críticas abiertas a la Revolución.
Edwards pudo comprobar de primera mano que, mientras el cubano de a pie —fuera profesional o simple obrero— sufría estrecheces y penurias para conseguir lo más básico, los jerarcas del partido y el cuerpo diplomático vivían a cuerpo de rey, disfrutando de opulencias y privilegios dignos de los tiempos de Batista. Relata también en su libro las tenebrosas maniobras de la policía secreta para silenciar a la oposición, proyectando en el Caribe los métodos represivos utilizados por la Stasi o el KGB. En Cuba, disentir estaba prohibido: bajo la constante amenaza de una intervención estadounidense, se vivía una paranoia digna de las épocas de Stalin, aunque con menos sangre, hay que reconocerlo.
Con el paso de los meses, la situación se fue agriando entre el diplomático chileno y el gobierno cubano. Edwards, socialista de café hasta antes de su traslado a Cuba, terminó huyendo de La Habana asfixiado por la mordaza que el régimen castrista imponía sobre los que no se sometían a sus dictámenes. Termina su libro agradeciendo de corazón llegar a la “siniestra” dictadura franquista, donde, por supuesto, pudo expresar sus opiniones con sus amigos literatos sin temor a la represión ni a micrófonos escondidos.
Lamentablemente para Edwards, el golpe de Pinochet en Chile daría argumentos a los izquierdistas del continente para tacharlo de “vendido” o “quintacolumnista”, mientras que la derecha chilena, que lo tenía por lo que hoy llamaríamos “caviar”, terminó exiliándolo por largos años de su propio país. No obstante, sus peripecias, con el paso de los años y la caída del comunismo en el mundo, se confirmarían la verdad de sus palabras. Edwards ganó la gloria de saber que siempre estuvo del lado correcto de la historia y su legado sobrevivió a las montañas de calumnias que cayeron sobre él.
*Estudiante de Derecho en la UNMSM. Empresario. Miembro de Frente Crítico Universitario
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