Francisco Pizarro y un odio injustificado
Por: Johan Villanueva 05 de febrero del 2025
Por: Johan Villanueva 05 de febrero del 2025
Introducción
El pasado 17 y 18 de enero, las calles de Lima se vistieron de fiesta para conmemorar el 490.º aniversario de su fundación. Las actividades incluyeron la presentación de bandas musicales, buscando realzar el carácter festivo del evento, así como promover la revalorización de la historia y la cultura de la ciudad. Con este propósito, el alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, decidió reubicar la estatua ecuestre de Francisco Pizarro desde el Parque de la Muralla hasta el pasaje Santa Rosa. Esta decisión reavivó debates que parecen lejos de concluir, pues no faltaron los calificativos de «genocida» hacia Pizarro ni las evocaciones románticas de la conquista de lo que hoy conocemos como Perú.
Francisco Pizarro y la leyenda negra
La figura de Francisco Pizarro ha sido una de las menos enaltecidas en la educación histórica regular, generando un desmerecimiento injusto, producto de una visión parcializada y politizada de la historia. En las aulas se presenta su perfil como el de un genocida inculto, responsable de la muerte indiscriminada de indígenas en su supuesta empresa de destruir el «beatífico» Imperio de los incas. Esta narrativa dramática, aunque popular, peca de inexacta y perpetúa un revanchismo hacia España, a la que se ve como un tirano opresor, mientras que Perú se presenta únicamente como un pobre recinto colonial, lo cual dista en extremo de la realidad.
Francisco Pizarro llegó a un imperio en crisis que sufría las consecuencias de una fratricida guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, una disputa que había generado divisiones profundas en la sociedad tahuantinsuyana. Tal como describe Waldemar Espinoza «Los Andes, a mediados del siglo XV era un verdadero mosaico. Habían más de doscientos divisiones y subdivisiones, desde Pasto hasta Diaguita y Maule, correspondientes a otros Reinos o Señoríos, políticamente autónomos» que no tardaron en ser avasallados bajo el dominio incaico, frente al cual, la llegada del conquistador actuó como catalizador para que muchas etnias obtengan revancha.
De este modo, el ejército que logró someter al Tahuantinsuyo no estaba compuesto exclusivamente por castellanos, sino que incluía una gran diversidad étnica en la que destacaban los resentidos lupacas, chancas, huancas, chinchas, cajamarcas, entre otros más. Este hecho desmiente la idea de un «genocidio» perpetrado por los españoles y resalta, en cambio, una colaboración que marcó la caída del régimen cuzqueño y dio paso a las estructuras sociales del Virreinato. Dicha organización no solo respetó en gran medida a las autoridades locales, sino que las integraron al sistema administrativo de la Corona en América.
El descenso poblacional que siguió a la llegada de los españoles no fue consecuencia de un genocidio sistemático (como afirman los indigenistas más radicales), sino de una devastadora pandemia de viruela que diezmó a la población local. Además, es absurdo acusar a los españoles de haber propagado intencionalmente esta enfermedad, ya que los conocimientos médicos de la época eran rudimentarios. No fue hasta siglos después que se entendió que la viruela era causada por un virus, y que Edward Jenner desarrolló la primera vacuna contra ella.
Por otro lado, las descripciones de Francisco Pizarro como un ser desalmado ignoran el contexto histórico y juzgan su figura bajo los valores contemporáneos. Durante siglos, el derecho internacional consideró la guerra como una de sus principales fuentes de legitimidad. La política de los Estados estaba regida, en gran medida, por el poder bélico, y muchos imperios expandieron sus dominios a través de la guerra, en caso los acuerdos fueran infructuosos. Alejandro Magno difundió el helenismo conquistando ciudades y reinos; Roma no se habría consolidado como imperio sin el uso de las armas. Lejos de edulcorar el conflicto, esto busca recordar que la guerra ha sido una constante en la historia de la humanidad.
Los propios pueblos precolombinos tampoco eran ajenos a esta práctica. Los incas consolidaron su dominio sobre vastas tierras mediante un sistema diplomático respaldado por el uso legítimo de las armas cada vez que el diálogo no funcionaba. Por ello, no resulta extraño que muchos pueblos sometidos al Tahuantinsuyo apoyaran a los españoles, percibiendo en ellos una alternativa más justa o conveniente.
¿Tiene entonces sentido tildar de «genocida» al conquistador Francisco Pizarro? ¿Qué diferencia a Alejandro Magno, Julio César, Napoleón Bonaparte o a los propios Pachacútec, Tupac Inca Yupanqui y Huayna Cápac para eximirlos de este calificativo? ¿Deberíamos tumbar sus estatuas y borrar sus nombres de la historia por los «genocidios» que también cometieron? La respuesta es evidente: sería un absurdo.
Historia o sentimiento
En los años ochenta, durante el gobierno de Alfonso Barrantes Lingán, se instaló una wanka en honor a Taulichusco, último curaca de las tierras que hoy conforman el centro de Lima. Esta decisión, aunque simbólica, no generó gran impresión en el común de la población, la cual acostumbrada a valorar lo indígena como una representación exclusiva de «lo nuestro». Tanto el gobierno velasquista como el movimiento indigenista habían otorgado un protagonismo sin precedentes a «lo indio» en un Perú que, hasta entonces, asociaba el mundo andino con el atraso y la marginalidad.
A pesar de este avance en la reivindicación cultural, dicha acentuación generó una tensión entre «lo oriundo» y «lo extranjero», un conflicto que resulta anacrónico si consideramos que lo que hoy identificamos como indígena es, en gran medida, resultado de un sincretismo en el que la cultura peninsular se integró profundamente en la vida local, desde las vestimentas que utilizan hasta el Dios al cual rezan. Este mestizaje cultural, lejos de ser una dicotomía entre opresor y oprimido, conforma la esencia de la identidad peruana contemporánea.
No es posible entender la existencia del Perú como una entidad nacional sin reconocer sus dos principales raíces culturales: lo indígena y lo hispano. A la llegada de Francisco Pizarro y su tropa de castellanos, lo que encontraron no fue una identidad «peruana», sino un conjunto diverso de etnias y culturas cuya variedad muchas veces hemos ignorado al ensalzar únicamente «lo incaico». Fue precisamente la llegada de los conquistadores lo que provocó no solo el establecimiento de un sistema virreinal, sino también una transformación de las estructuras sociales que dio lugar a nuevos grupos políticos y culturales, elementos fundacionales de lo que hoy conocemos como Perú.
El hecho histórico de la fundación de Lima por Francisco Pizarro no puede ser borrado ni reducido a un acto de imposición colonial. Conmemorar esta figura no es un simple capricho del alcalde de turno, sino una oportunidad para replantearnos críticamente cómo hemos narrado nuestra historia y cómo entendemos nuestra identidad como nación. La figura de Pizarro no debe ser vista únicamente como la de un villano, sino como un actor histórico que desempeñó un papel similar al de los emisarios incaicos que expandieron su imperio mediante acuerdos y guerras. La historia, por incómoda que nos resulte, es como es, y deformarla solo agravará nuestro conflicto identitario, en el que muchas veces repudiamos el componente hispano que es, indiscutiblemente, parte esencial de nuestra cultura.
En lugar de perpetuar divisiones, deberíamos asumir nuestra historia en toda su complejidad, entendiendo que el Perú, tal como lo conocemos, es el fruto de un mestizaje profundo entre lo indígena y lo hispano, y que ambos elementos son igualmente valiosos para nuestra identidad. No por nada usted, si es peruano, es capaz de leer sin dificultad el español de este artículo. No por nada somos occidentales, pues del encuentro de dos imperios es cómo nació el Perú.
Referencias bibliográficas
Espinoza Soriano, W. (2022). La destrucción del Imperio de los Incas: La rivalidad política y señorial de los curacazgos andinos. Universidad Ricardo Palma.
Klarén, P. F. (2004). Nación y sociedad en la historia del Perú. Lima: Instituto de Estudios Peruanos.[1]
*Frente Crítico Universitario no necesariamente comparte todas las opiniones de sus autores; sin embargo, defenderá el derecho a su libertad de expresión y opinión.
** Estudiante de sexto año de derecho en la UNMSM. Miembro principal del Taller de Derecho Constitucional – UNMSM. Secretario del FCU.