La trampa de la legitimidad
Teoría de la legitimidad política aplicada al contexto peruano
Por: Christian Arrieta Cano
Teoría de la legitimidad política aplicada al contexto peruano
Por: Christian Arrieta Cano
Ha pasado mes y medio desde que vimos volver las protestas suscitadas en todo el país contra la actual presidenta Dina Boluarte. La mandataria había obtenido el mandato presidencial según la norma lo estipulaba, pero desde que tomó las riendas del país se vio cuestionada su legitimidad por un gran sector de la población (incluso por un presidente extranjero como AMLO). De la misma forma, hace unos meses el Tribunal Constitucional determinó que la “denegación fáctica de confianza” usada por Martín Vizcarra para mantenerse como gobernante luego de la disolución del congreso, fue contraria a la Constitución, en otras palabras, ilegal. Pese a ello, pudo ejercer con relativa tranquilidad su actividad como mandatario de la República, pues se vio legitimado por un gran sector de la población.
Como podemos apreciar, la legitimidad política, a parte de su función dentro de la teoría del poder del Estado, puede ser a su vez un arma peligrosa si se usa con el objetivo de hacer tambalear las bases de un gobierno elegido bajo el orden del Derecho y su ley, o bien para reivindicar un gobierno que carece de esto último. Aquí vale preguntarse, ¿cuándo la legitimidad sirve para contrarrestar la legalidad?
La discusión sobre la legitimidad en la historia
Este es un debate que atañe desde siempre la cuestión del poder, y en quién debe recaer. Por dar un ejemplo, luego de que Pipino III (714-768) tomase el poder en el reino franco al destronar a Childerico III, tuvo que recurrir al Papa Zacarías (679-752), líder de la iglesia católica, para legitimar de manera regia su poder, a lo que el Papa respondió: «Merece más ser rey quien reina de verdad, que aquel que no gobierna» (Portela, 2017), sentando un precedente del entendimiento primigenio de la legitimidad. En esta época, la legitimación del poder era a través de la tradición y la herencia divina del poder que otorgaba el representante de Dios a los reyes.
Posteriormente surgiría una nueva forma de ver la legitimidad, propio de las ideas racionalistas en torno al Estado moderno, donde se indicaba que, ya no sería Dios, por representación del líder de la iglesia, quien legitimaría el poder del gobernante, sino que actuaría la voluntad general del “pueblo”, a través de un contrato social (Rousseau, 2004). Posteriormente, en el meollo de los espesos acontecimientos de la revolución francesa, el Abate Sieyès (1748-1836) indicaría, siguiendo la tesis de Montesquieu, que la soberanía del mencionado pueblo, debe darse por medio de representantes que pudieran decidir por ellos, dándole una utilidad representativa al concepto de legitimidad para el Estado moderno.
Cómo entendemos la legitimidad actualmente
Con lo anteriormente mencionado, entendemos a la legitimidad como un baluarte importante para fundamentar el poder y derecho de los gobernantes, pero a su vez, ¿qué tan fundamental sería la ley para el funcionamiento de este poder?
Cuando uno busca la legitimación en un gobierno, este suele mirarse desde dos puntos, la legitimidad en su título “ex defectu tituli” que hace referencia a la manera en la que el gobernante entró al poder y si fue conforme al proceso establecido, y la legitimidad de ejercicio “ex parte exercitii” donde se juzgan las acciones del gobernante luego de que éste haya obtenido el poder (Kirshner, 2006).
Dicho punto nos plantea algo curioso, y es que, en el Estado moderno, el “ex defectu tituli” es básicamente el debido proceso impuesto por la norma para legitimar al gobernante (por ejemplo, los artículos 110 y 111 de nuestra Constitución (1993) marcan el proceso de elección que debe pasar nuestro mandatario), mientras que el “ex parte exercitii” es solo la continuación del cumplimiento de dichas normas, pues estas también se deben cumplir en el tiempo.
Esto es así porque la ley, al ser ejercida bajo el fundamento de la soberanía del pueblo, y representada por los legisladores, es la opción principal de legitimación de un poder. Esta es la razón por la que Burke (1729-1797), defendía a la ley como «única forma de legitimidad para el ejercicio del poder.» (2011). Así, tal y como menciona Weber (1864-1920) en su famosa clasificación de los tres tipos de dominación legítima (tradicional, carismática y racional), los Estados modernos fundamentan su legitimidad en la racional, es decir, en la legalidad de su poder, pues esta es «expresión suprema y decisiva de la voluntad común» (2006).
La trampa de la legitimidad en el Perú
Aquí vemos la razón por la que, ante el intento de restarle legitimidad al poder de Dina Boluarte, se buscaron argucias legales (como la falta del debido proceso a la hora de vacar al anterior presidente, Pedro Castillo, o incluso el mencionar que lo habían sedado previo al golpe de estado), por el conocimiento de que la legitimidad debe pasar sí o sí por la legalidad en la teoría del Estado moderno. También es la consecuencia de que, aun sabiendo que la decisión de Vizcarra de disolver el congreso por “denegación fáctica de confianza” violaba el sentido de la norma constitucional, se tuvo que esperar hasta una decisión del Tribunal Constitucional para que recién este hecho fuese sancionable. Este es el fundamento preponderante para el funcionamiento de la legitimidad en el Estado moderno, su legalidad, ya que nuestro sistema (así como el sistema de todo el Derecho de tradición occidental) abogó por relacionar la soberanía popular de la ciudadanía con la ley, siendo esta la norma dictada por el poder legislativo para fundamentar el poder político.
Y aunque ésta sea la teoría base que justifique nuestro estilo de gobierno, ello no quiere decir que la legitimidad sólo actúe a través de la legalidad, pues hemos visto en los acontecimientos actuales que, muchas veces, la postura de la ciudadanía es tan variable y poco específica, que no se refleja en las decisiones que la propia norma expone, aquella norma que, años atrás, y por el mismo modelo de representación que el Abate Sieyès nos mostró, habían sido cuadrados sobre un sistema que, en teoría, permitiría legitimar el gobierno. Efectivamente, estos son los errores de los que hablaba Schmitt cuando criticaba la dominación racional (legalista) del poder. Aquella falta de puntualidad y contenido en lo que buscan las mayorías, deja sin convicción a la legalidad como sinónimo único de legitimidad por sí solo (Schmitt, 2006). Dicha también es la razón por la que Danilo Castellano mencionaría que, no es la soberanía popular la que legitima al Estado moderno, sino que es el poder del mismo Estado quien lo hace (2020). Este poder coloca en los legisladores un trabajo de hermenéutica basto, ya sea para intentar interpretar el clamor de las personas, o para tergiversarlo a su conveniencia. La mayor limitación a este poder legislativo es la Constitución con sus derechos fundamentales, pero en muchas ocasiones, ello no es impedimento para los problemas de legitimación política que nos atañen.
Y aunque la función de los legisladores sea, conociendo lo anteriormente dicho, interpretar la postura de los ciudadanos para crear leyes acorde a sus reclamos, existen también personas como los activistas, los líderes políticos, y en general, cualquiera que tenga la capacidad de generar un impacto político en las masas, que pueden interpretar (y también tergiversar) la voluntad popular, para cualquier fin que tengan, e influir en ellas para conseguir dichos fines. Por causa de ello en estos últimos años, la legitimidad ha sido usado como trampa, tanto por legisladores como por activistas, periodistas o cualquier tipo de representante político, pues solo falta encontrar aquella argucia legal en un gobierno, como lo mencionamos anteriormente, para sembrar una postura que la voluntad popular, difuminada de la realidad, apoye.
Y esta situación no es nueva, pues de ella ya hablaron hasta liberales como el citado Edmund Burke, en la crisis de legitimidad suscitada en el siglo XVIII (producto de la Revolución Francesa). Él sabía que ante estas adversidades, el apelar a la soberanía popular generaría problemas, pues, en sus palabras y experiencia: «La soberanía popular siempre alude a su propia facción, la cuál con una actuación decidida o recurriendo a la traición o a la violencia lograrán convertir en fuerza dominante, y se convierte en subversión de todos los modos de gobierno y de la garantía de toda libertad racional, de las normas y de la moralidad misma».
Conclusiones
Entonces, ¿qué hacer ante el uso de la trampa sobre la legitimidad? Podríamos quedarnos párrafos y párrafos mencionando las reformas que nuestro sistema puede necesitar sobre este asunto, y creo que todos estamos de acuerdo en que se deben cambiar algunas (o varias) cosas. Sin embargo, por más que nuestro sistema de legitimidad racional presente este problema, sigue siendo el más ideal a la hora de interpretar la postura de la voluntad popular en el Estado moderno, pues queramos o no, la existencia de un debido proceso, en fundamento del Estado de derecho nos permite ajustar las normas de la misma manera que nuestros antiguos legisladores, en representación de la población de su época lo hicieron, ¿quiénes somos nosotros para pasar por encima de su debido proceso? Siendo un derecho, es lo adecuado respetarlo, y no dejarnos engañar por aquellos que usen la trampa de la legitimidad por beneficios contrarios al Derecho, y por ende terminen generando el caos o el desdén irracional.